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José Ingenieros (1877-1925) |
El
hombre con Genio por sí solo no logra nada. Requiere de un ambiente propicio
para desarrollarlo y lograr hacer algo con él. Aunque suene desalentador, la
desigualdad es la esencia y la fuerza de toda selección. No hay dos montañas
iguales en el mundo así como no hay dos hojas iguales en el mismo árbol. De la
misma manera, en ciertas etapas de la historia humana, cuando se plasma un
pueblo, algunos hombres se anticipan en su visión a todos, la concretan en un
ideal y la expresan de tal manera que perdura en los siglos.
A
partir de aquí dejo totalmente a José Ingenieros describirnos los requisitos
para el nacimiento de un Genio, tal como lo hace en su libro “El Hombre
Mediocre”. Hacerlo de otra manera sería faltar el respeto a la ilustre memoria de tan estimado autor y dejar perder en el tiempo las frases que él plasmó.
Heraldos,
la humanidad los escucha; profetas, los cree; capitanes, los sigue; santos, los
imita. Estos hombres llenan una era o señalan una ruta; sembrando algún germen fecundo de nuevas verdades, poniendo su firma en
destinos de razas, creando armonías, forjando bellezas. La genialidad es una
coincidencia. Surge como chispa luminosa en el punto donde se encuentran las
más excelentes aptitudes de un hombre y la necesidad social de aplicarlas al desempeño
de una misión trascendental. El hombre extraordinario sólo asciende a la
genialidad si encuentra clima propicio: la semilla mejor necesita de la tierra
más fecunda. La función reclama el órgano: el genio hace actual lo que en su
clima es potencial.
Ningún filósofo, estadista, sabio o poeta alcanza la genialidad
mientras en su medio se siente exótico o inoportuno; necesita condiciones
favorables de tiempo y de lugar para que su aptitud se convierta en función y
marque una época en la historia. El ambiente constituye el "clima"
del genio y la oportunidad marca su "hora". Sin ellos, ningún cerebro
excepcional puede elevarse a la genialidad; pero el uno y la otra no bastan
para crearla.
Nacen muchos ingenios excelentes en cada
siglo. Uno entre cien, encuentra tal clima y tal hora que lo destina fatalmente
a la culminación: es como si la buena semilla cayera en terreno fértil y en
vísperas de lluvias. Ése es el secreto de su gloria: coincidir con la
oportunidad que necesita de él. Se entreabre y crece, sintetizando un Ideal
implícito en el porvenir inminente o remoto: presintiéndolo, imponiéndolo.
La obra de genio no es fruto exclusivo de la inspiración
individual, ni puede mirarse como un feliz accidente que tuerce el curso de la
historia; convergen a ello las aptitudes personales y circunstancias infinitas.
Cuando una raza, un arte, una ciencia o un credo preparan su advenimiento o
pasan por una renovación fundamental, el hombre extraordinario aparece,
personificando nuevas orientaciones de los pueblos o de las ideas. Las anuncia
como artista o profeta, las desentraña como inventor o filósofo, las emprende
como conquistador o estadista. Sus obras le sobreviven y permiten reconocer su
huella, a través del tiempo. Es rectilíneo e incontrastable: vuela y vuela,
superior a todos los obstáculos, hasta alcanzar la genialidad. Llegando a
deshora ese hombre viviría inquieto, luctuante, desorientado; sería siempre
intrínsecamente un ingenio, podría llegar al talento si se acomodara a alguna
de sus vocaciones adventicias, pero no sería un genio, mientras no le
correspondiera ese nombre por la obra realizada. No podría serlo desde que le
falta la oportunidad en su ambiente.
Otorgar ese título a cuantos descuellan por determinada aptitud,
significa mirar como idénticos a todos los que se elevan sobre la medianía; es
tan inexacto como llamar idiotas a todos los hombres inferiores. El genio y el
idiota son los términos extremos de la escala infinita. Por haberlo olvidado
mueven a reír las estadísticas y las conclusiones de algunos antropólogos.
Reservemos el título a pocos elegidos. Son animadores de una época,
transfundiéndose algunas veces en su generación y con más frecuencia en las
sucesivas, herederas legítimas de sus ideas o de su impulso.
La adulación prodiga a manos llenas el rango de genio a los
poderosos; imbéciles hay que se lo otorgan a sí mismos. Hay, sin embargo, una
medida para apreciar la genialidad: si es legítima, se reconoce por su obra,
honda en su raigambre y vasta en su floración. Si poeta, canta un ideal; si
sabio, lo define; si santo, lo enseña; si héroe, lo ejecuta.
Pueden adivinarse en un hombre joven las más conspicuas aptitudes
para alcanzar la genialidad; pero es difícil pronosticar si las circunstancias
convergerán a que ellas se conviertan en obras. Y, mientras no las vemos, toda
apreciación es caprichosa. Por eso, y porque ciertas obras geniales no se
realizan en minutos, sino en años, un hombre de genio puede pasar desconocido
en su tiempo y ser consagrado por la posteridad. Los contemporáneos no suelen
marcar el paso a compás del genio; pero si éste ha cumplido su destino, una
nueva generación estará habilitada para comprenderlo.
En vida, muchos hombres de genio son ignorados, proscritos,
desestimados o escarnecidos. En la lucha por el éxito pueden triunfar los
mediocres, pues se adaptan mejor a las modas ideológicas reinantes; para la
gloria sólo cuentan las obras inspiradas por un ideal y consolidadas por el
tiempo. que es donde triunfan los genios. Su victoria no depende del homenaje
transitorio que pueden otorgarle o negarle los demás, sino de su propia
capacidad. para cumplir su misión. Duran a pesar de todo, aunque Sócrates beba
cicuta, Cristo muera en la cruz o Bruno agonice en la hoguera: fueron los
órganos vitales de funciones necesarias en la historia de los pueblos o de las
doctrinas. Y el genio se conoce por la remota eficacia de su esfuerzo o de su
ejemplo, más que por frágiles sanciones de los contemporáneos.
La magnitud de la obra genial se calcula por la vastedad de su
horizonte y la extensión de sus aplicaciones. En ello se ha querido fundar
cierta jerarquía de los diversos órdenes del genio, considerados como
perfeccionamientos extraordinarios del intelecto y de la voluntad.
Ninguna clasificación es justa. Variando el clima y la hora puede
ocurrir la aparición de uno u otro orden de genialidad, de acuerdo con la
función social que la suscita; y, siendo la más oportuna, es siempre la más
fecunda. Conviene renunciar a toda estratificación jerárquica de los genios,
afirmando su diferencia y admirándolos por igual: más allá de cierto nivel
todas las cumbres son excelsas. Nadie, si no fueran ellos mismos, podría
creerse habilitado para decretarles rangos y desniveles. Ellos se despreocupan
de estas pequeñeces; el problema es insoluble por definición.
Ni jerarquía ni especies: la genialidad no se clasifica. El hombre
que la alcanza es el abanderado de un ideal. Siempre es definitivo: es un hito
en la evolución de su pueblo o de su arte. Las historias adocenadas suelen ser
crónicas de capitanes y conquistadores; las otras formas de genialidad entran
en ellas como simples accidentes. Y no es justo. Homero, Miguel Ángel,
Cervantes y Goethe vivieron en sus siglos más altos que los emperadores; por
cada uno de ellos se mide la grandeza de su tiempo. Marcan fechas memorables,
personificando aspiraciones inmanentes de su clima intelectual. El golpe de ala
es tan necesario para sentir o pensar un credo como para predicarlo o
ejecutarlo: todo Ideal es una síntesis. Las grandes transmutaciones históricas
nacen como videncias líricas de los genios artísticos, se transfunden en la
doctrina de los pensadores y se realizan por el esfuerzo de los estadistas; la
genialidad deviene función en los pueblos y florece en circunstancias
irremovibles, fatalmente.
La exégesis del genio sería enigmática si se limitara a estudiar
la biología de los hombres geniales. Ésta sólo revela algunos resortes de su
aptitud y no siempre evidentes. Algunos pesquisan sus antepasados, remontando
si pueden en los siglos, por muchas generaciones, hasta apelmazar un puñado de
locos y degenerados, como si en la conjunción de los siete pecados capitales
pudiera estallar la chispa que enciende el Ideal de una época. Eso es convertir
en doctrina una superchería, dar visos de ciencia a falaces sofismas. Ni, por
esto, veremos en ellos simples productos del medio, olvidando sus singulares
atributos. Ni lo uno ni lo otro. Si tal hombre nace en tal clima y llega en tal
hora oportuna, su aptitud preexistente, apropiada a entrambos, se desenvuelve hasta
la genialidad.
El genio es una fuerza que actúa en función del medio.
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